por Juan Manuel de Prada
Prefiero
al hombre que eleva la voz para decir sin ambages lo que piensa, aunque
lo que piensa sea erróneo, que al hombre que oculta o disfraza lo que
piensa: porque el primero es plenamente humano, aunque insista en el
error (o precisamente por ello mismo), mientras que el 'moderadito',
bajo su pérfi da apariencia de neutralidad amable, es un ser pérfido.
Y
es que el rasgo más característico del 'moderadito' es su gustosa
permanencia en el redil de las ideas recibidas, que repite como un
lorito, a la espera de la ración de cañamones que premie su
conformidad.
El
'moderadito' nunca tiene iniciativa, siempre adopta los usos del mundo,
siempre asume las modas de la época, siempre corea o imita (con
virtuosismo de ventrílocuo) las voces del momento.
Todo
lo que sea salirse de las pautas establecidas le parece exageración y
desafuero; todo lo que sea expresarse con entusiasmo, con ardor, con
crudeza, con vehemencia, le provoca disgusto, aversión, escándalo.
El
'moderadito', aunque en su fuero interno no profesa sinceramente ningún
principio, puede disimular de puertas afuera que los profesa; pero con
la condición de que sean principios hueros, meras declaraciones
retóricas, principios que no se apliquen o se puedan aplicar
aguadamente.
Y,
por supuesto, si alguien expresa esos mismos principios con un tono
encendido y pretende aplicarlos sin reservas, se le antojará un
energúmeno; y preferirá al que proclama los principios contrarios,
siempre que lo haga con corrección, con morigeración, con fría y educada
tibieza.
Por
supuesto, al 'moderadito' las afirmaciones o negaciones netas le
provocan horror, porque lo obligan a tomar partido; brumosas, el
sincretismo ambiguo, la borrosidad huera, la perogrullada, el mamoneo,
el matiz.
¡Cómo
le gustan al 'moderadito' los matices! Se moja las bragas matizando, el
tío; y si, además de matizar, puede 'consensuar', entonces ya es que se
corre de gusto.
Nada
gusta tanto al 'moderadito' como ceder una porción de lo que piensa
(pues todo lo que piensa carece de valor) a cambio de tomar una porción
de la opinión contraria; pues sabe que en este sopicaldo mental su
babosería e inanidad pasan inadvertidas.
El
'moderadito' odia al hombre que se compromete y empeña su prestigio en
defender una posición, porque sabe que su actitud gallarda deja en
evidencia su cobardía.
Si,
además, el comprometido es hombre de verbo fácil y escritura lozana que
se derrama con franqueza incontenible e incluso con cierta falta de
pudor, el odio del 'moderadito' alcanzará cúspides diabólicas; y
empeñará sus fuerzas en desprestigiar al hombre comprometido, acusándolo
de charlatanería, de radicalismo, de intemperancia, de cualquier vicio
real o inventado que lo haga aparecer ante los ojos del mundo como un
orate.
El
'moderadito' odia al hombre comprometido como el eunuco odia al hombre
viril; y no vacilará en conseguir su condena al ostracismo (pero siempre
de forma indolora, que para eso es 'moderadito').
El
'moderadito' considera que en toda opinión hay algo bueno y algo malo y
que todo pensamiento que se expresa sin ambages es expresión de ciega
soberbia.
Naturalmente,
todo esto son artimañas alevosas para convencernos de que su tibieza y
cobardía son prudencia, tolerancia, sentido común.
El
'moderadito' defiende los hábitos adquiridos, las inercias
prejuiciosas, las convenciones establecidas y, en fin, todo lo que
envuelve a las personas y a los pueblos en las telarañas de la pereza
mental, de la repetición fofa, del estereotipo; en cambio, odia las
tradiciones auténticas, que trata de convertir en costumbres maquinales y
carentes de significado (y así, por ejemplo, el 'moderadito' puede
llegar a participar en una procesión de Semana Santa y hasta del Corpus
tan campante, con la misma aséptica complacencia con la que puede
también participar en un desfile de carrozas del Orgullo Gay).
El 'moderadito' nunca se enfurece, nunca se exalta, siempre nada a favor de la corriente.
Odia
al pecador arrepentido, cuyos errores pretéritos gusta mucho de airear;
porque para pecar y para arrepentirse hace falta dominar y ser dominado
por las pasiones, y el 'moderadito', que es de sangre fría como las
culebras, ha reprimido todas sus pasiones.
Al
'moderadito' le repugnan los hombres atormentados, porque con sus
imperfecciones y recaídas muestran una aspiración doliente al ideal; y
el 'moderadito' quiere que su ramplonería y neutralidad se conviertan en
tabla rasa que nivele la grandeza y la miseria humanas.
Porque
el 'moderadito' es un hombre sin grandeza y sin miseria, es un hombre
que no se indigna, que no se asombra, que no rabia, que no se humilla ni
se arrepiente.
El
'moderadito' carece de orgullo para erguirse y de humildad para
arrodillarse; porque, al fin, es un despojo humano, un hijo del demonio,
un reptil al que conviene pisar cuando nos lo tropezamos en el camino,
antes de que nos muerda con su veneno.
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